martes, 5 de diciembre de 2000

Valentín Paniagua. Un testimonio – Por Alfredo Barnechea

Conocí a Valentín Paniagua un día especial. Era el 3 de octubre de 1968. A eso de las once de la mañana, Javier de Belaunde, entonces presidente de la Federación de Estudiantes de la Católica, y yo, tratábamos de dejar la Plaza Francia, ahogados por las bombas lacrimógenas, y alcanzar la avenida Wilson. Nos encontramos súbitamente con Valentín, que era parlamentario como el padre de Javier (a esas horas en realidad ex parlamentario). Era, como todo el mundo lo sabe, bajo, pero lo que recuerdo de ese encuentro es que me pareció un hombre viejo. Yo tenía dieciséis años entonces, y quizá eso explica esa impresión. No deja de ser gracioso, porque Valentín acababa de cumplir treinta y dos años. Recuerdo también con claridad su análisis del pronunciamiento militar: «Este es un golpe distinto. El lenguaje del manifiesto es diferente, más bien progresista». Me crucé con él algunas veces, más bien a la distancia, en los años setenta, y volví a encontrarme de nuevo con él por casualidad en 1979, en Arequipa. 

Estaba otra vez, qué casualidad, con el otro Javier de Belaunde, el padre, ambos ya en la campaña de Fernando Belaunde. Alan García y yo habíamos viajado a Puno con Hernán Siles Suazo y Jaime Paz Zamora, y los habíamos introducido clandestinamente por la frontera con Bolivia para enfrentarse al golpe de Natush. Regresamos por tierra de Juliaca hasta Arequipa, donde nos encontramos con don Javier y Valentín. Esa noche tuve mi primera conversación a fondo con Paniagua. «¿Por qué, me preguntó, eres tan crítico del primer gobierno de Fernando Belaunde?» Fue el comienzo de un diálogo hasta el amanecer, y varias de sus observaciones me ayudarían más tarde, cuando publiqué La república embrujada y reexaminé en un capítulo mi apreciación sobre Belaunde. 

Lo vi mucho, y llegamos a ser muy amigos en los años de oposición al fujimorato. En la entrevista que le hicieron Eduardo Dargent y Alberto Vergara, que acaba de publicarse póstumamente en la revista Politai, Paniagua cuenta que estaba en mi casa junto con Belaunde y otros amigos, el día en que el periodista Lúcar lo atacó en la televisión, innoblemente, cuando era Presidente. La última vez que lo vi fue el 2005. Yo estaba por irme a trabajar a Washington, y él estaba por ser candidato a la Presidencia, y tuvimos una larguísima conversación en su oficina. Cuento estos jalones solo para testimoniar que lo traté, y que era mi amigo. 
Quisiera, basado en esa experiencia, decir en unas pocas líneas algunas cosas que distinguían, creo, a Valentín Paniagua Corazao. 

La primera era que la política fue para él una experiencia casi natural: su infancia estuvo rodeada por ella. Estaba por ejemplo en La Paz, viviendo con su familia, el día que colgaron al presidente Villarroel en 1946. En esa entrevista con Dargent y Vergara dijo que «la visión que yo tuve de la política desde niño fue la de un espectáculo de la prepotencia». ¿Fue ese el origen de su vocación de hombre de derecho? 
En todo caso la segunda impresión con Paniagua era que, para él, la política se movía por recuerdos históricos, por la memoria. Ahora que escribo estas líneas, me doy cuenta de que nuestras conversaciones siempre terminaban, o comenzaban, por Piérola —y algunas veces por Pardo. 

Lo tercero que debemos resaltar de Paniagua es su intensa naturaleza «altoperuana». Ello provenía en primer lugar, por supuesto, de que su padre era boliviano, pero también es un testimonio del viejo tráfico de ideas que envolvió a su Cusco natal con el altiplano boliviano y con Buenos Aires. Me decía a menudo que a Cusco llegaban por tren los periódicos de Buenos Aires mucho antes que los de Lima —o estos ni siquiera llegaban. Lo que está vinculado con algo que hemos olvidado: la resistencia, profundidad, riqueza de las elites cusqueñas, tanto a izquierda y a derecha, a lo largo del tiempo. 

La cuarta nota que deseo destacar tiene que ver con lo que sería la «ideología» de Valentín. ¿Era «izquierdista», como han dicho, intonsamente, algunos empresarios? ¿Un «centroderechista», como han dicho algunos supérstites del marxismo? Quizá esa contradicción evidencie su acendrado talante centrista. No era un liberal económico, ciertamente, aunque sí uno político. ¿Cuáles eran, en el fondo, sus ideas más profundas? Me gustaría creer que dos. Por un lado era un «contractualista», en un sentido lato de la palabra, es decir alguien que sostenía la noción de que una sociedad es siempre el producto de un pacto constitucional y, por tanto, que la «forma» política, la democracia representativa, el Estado de derecho, es tan o más importante que el «fondo» de cualquier ideología. 

Por otro lado era un «desarrollista». Esta posición fue barrida del panorama intelectual de la política latinoamericana, prácticamente desde fines de los años setenta. Pero el «desarrollismo», algo que en parte venía de las ideas de Prebisch y en otra buena parte del New Deal de Roosevelt, fue la plataforma que produjo un salto decisivo de América Latina en las décadas del cincuenta y sesenta del siglo pasado. Detrás de cada desarrollista había alguien que creía en el poder de la razón aplicada al progreso social, y alguien que creía que, junto con el crecimiento, se necesitaba expandir los horizontes de equidad en las sociedades. Valentín pertenecía a esa estirpe, y eso explica su asociación con Fernando Belaunde. 

Paniagua llegó a la Presidencia por sorpresa el 2000. Ese año, creí que tendría pocos votos y que era fundamental que alguien como él estuviera sentado en la Plaza Bolívar, asi que voté por él para el Parlamento. No estaba muy equivocado porque fuimos unos pocos miles sus votantes. Pero precisamente porque no representaba una gran fuerza, era menos amenazante que otros. Y encarnaba además, en sí mismo, la idea del derecho, indispensable en esa circunstancia. Por eso, precisamente, fue una fortuna que Paniagua fuera el presidente de la transición. 

Varios de los mejores presidentes latinoamericanos lo fueron por accidente. Carlos Mesa en Bolivia es uno de los ejemplos. Otro es Fernando Henrique Cardoso en Brasil. Justamente, Cardoso tituló la versión en inglés de sus memorias como The Accidental President. ¿Por qué el Perú produjo, el 2000, una transición de ribetes casi suizos? Esto me lleva a una última idea, una que Alan García y yo discutimos una larga noche con Valentín, en una de mis clases universitarias a la que lo invité: los gobiernos de coalición en el Perú. 
De hecho, el país ha funcionado muy bien, en su historia republicana, cuando ha tenido regímenes de coalición. Eso fue el gobierno de Piérola en 1895, y eso fue, de alguna manera, el primer gobierno civil de Manuel Pardo, sobre quien Paniagua ha escrito un libro esclarecedor: una coalición de oficios, regiones, clases, que reemplazó a la soldadesca, que había gobernado el primer medio siglo de república. ¿Qué reservas llevan al Perú, cada cierto tiempo, a felices coaliciones? Es una pena no tener más a Valentín para hablar de política e historia —que es la política del ayer. 

Queda en nuestra memoria la rectitud de su conducta y su vocación de servicio público. Para quienes tuvimos la suerte de ser sus amigos, nos queda además la firmeza de su amistad. Le recité un día un verso de Jorge Guillén, que le gustó tanto que me pidió repetirlo para copiarlo: «Amigos, nada más. El resto es selva».
Fuente: Libro - Homenaje a Valentín Paniagua Corazao - PUCP

jueves, 2 de noviembre de 2000

Homenaje Fernando Belaunde, un Gran Republicano – por Alfredo Barnechea – Año 2000

La siguiente es una transcripción parcial del texto que el ensayista y hombre de prensa Alfredo Barnechea leyó en el acto con que una representativa y masiva conjunción de peruanos celebró los 88 años del ex Presidente, el martes 17, en el Centro Cívico de Lima.

Nos hemos reunido esta noche para rendir un tributo unánime a la figura y a la obra de Fernando Belaunde Terry.

Estamos aquí mujeres y hombres de todas las tendencias. Hemos venido por un instinto antiguo, casi tribal, que es el que hace a veces que las sociedades, en graves momentos de incertidumbre o de peligro, se congreguen alrededor de una figura totémica, alguien que encarna ciertos valores en los que creemos, una suerte de delegado de la historia nacional. 

Belaunde es una de esas figuras, una suerte de símbolo.

Ante todo de la democracia y las libertades públicas. En 1963 le bastaron siete días para instaurar gobiernos municipales autónomos. En 1980 le tomó dos horas devolver los periódicos. En su primer gobierno no oyó los cantos de sirena que le aconsejaban cerrar el Congreso opositor, y gobernó respetando la dualidad de poderes, un fenómeno finalmente normal en muchas democracias.

Además de símbolo democrático, lo es también de la reconciliación nacional. Al volver al poder en 1980 encontró en el mando de la Fuerza Armada a algunos oficiales que lo habían desalojado del poder en 1968, pero respetó su posición porque estaban allí por méritos profesionales e institucionales.

Acaso no tenga otro mérito para hablar esta noche que no ser uno de sus partidarios, y haber sido en el pasado incluso uno de sus episódicos críticos, y que redescubrió después, en la soledad del estudio o en numerosos viajes por el Perú, lo grande de la obra de Fernando Belaunde.

Hay, claro, voces que pretenden ignorar esa obra. Por ejemplo el vicepresidente Tudela acaba de decir que entre 1960 y 1990 hubo mucha deuda...pero poca obra pública. Al contrario. El grueso de la obra pública que disponemos se hizo entonces. Dos tercios de la electricidad los prendieron las manos de Belaunde. Construyó -en contraste con este régimen, que no ha construido ninguna- medio millón de viviendas, para medio millón de familias, durante sus gobiernos. Cuando llegó al gobierno en 1963, casi un tercio de las capitales de provincia no tenían acceso vial, y Belaunde se las dio. Pero no sólo construyó miles de kilómetros de carretera sino que abrió una región entera, la Selva, con centenares de miles de hectáreas, a la economía. Una región que incas y virreyes apenas hollaron, y la República ignoró hasta Belaunde, mientras sólo los misioneros franciscanos la habían hollado de verdad.

Negar esa obra pública es falsificar la historia, y darle indirectamente una justificación a una tradición autoritaria.

Belaunde pertenece a la gran tradición de presidentes reformistas de América Latina, como los dos Lleras en Colombia, Betancourt en Venezuela, Kubitschek en Brasil, Frei en Chile. Presidentes que gobernaron dentro de un régimen de partidos, representando partidos populares, sometidos al imperio de la ley y los límites del poder. Es interesante recordar que bajo esos gobernantes, que no se sometieron a la fuerza del dinero ni al poder de los sables, América Latina creció el doble que en toda esta década neoliberal. Presidentes que honraron la alta magistratura que los pueblos les confiaron. Honestos, "no se arrodillaron a recoger el oro que tenían a sus pies".

No quiero exceder las fronteras del protocolo en esta reunión de homenaje, pero faltaría a convicciones profundas si no dijera esta noche que muchos peruanos sentimos que la oposición va a un diálogo de fantasmas, negociando con voceros gubernamentales sin poder. Hay un gobierno en la sombra, que es el de los comandantes militares. Quieren cambio para que nada cambie.
En 1958, al instaurarse el Frente Nacional en Colombia, Alberto Lleras reunió a los militares en el Teatro Patria. Esa frágil y enjuta figura civil fue caminando solo. Desde que las sociedades dejaron de ser hordas, les dijo, crearon cuerpos militares especiales. Les hemos dado tributos especiales para armarse. Les hemos dado leyes especiales, para que sean ustedes mismos los que juzguen los delitos de sus gentes, cuando son delitos de función. Les hemos dado incontables privilegios. Pero con la condición que no usen esas armas contra los ciudadanos, inermes, cuyas fronteras deben resguardar.

La democracia no puede tener tutelas. En países cercanos las ha habido, es verdad, pero al menos sus ciudadanos han gozado de una prosperidad relativa.

Cuando se haga en cambio el balance frío de estos años en el Perú, veremos que no se ha resuelto sino empeorado el tema de la pobreza. El aparato productivo está colapsado. La deuda externa incluye ahora una cuantiosa deuda privada. Junto a todo ese descalabro, poca obra pública de largo alcance. Entre tanto, ha dilapidado gran parte de los fondos de privatización. Y sobre todo, no ha defendido a los peruanos. El siglo XX comenzó con la lucha por los derechos básicos a una jornada laboral decente, expresados en las ocho horas de trabajo. El siglo terminó, bajo el mandato del fujimorismo, volando de un plumazo esos derechos.

Pueden haber terminado los días del Estado de Bienestar, pero la necesidad de sociedades del bienestar sigue enteramente vigentes. Han cambiado, entre otras cosas por la globalización, los medios a disposición de los Estados, pero los fines de equidad y solidaridad no pueden ser desterrados del campo de visión de la política. El Estado debe proveer de un piso común para la igualdad de oportunidades.

Venimos sin embargo esta noche para decirles también a los fujimoristas que somos sus adversarios, pero no somos sus enemigos. La democracia se funda sobre la convivencia, sobre la tolerancia, sobre el respeto de los derechos de los otros, y los adversarios de ayer pueden ser siempre aliados eventuales de mañana. Hay un lugar bajo el sol, para todos, sin excepción, en el futuro, y no habrá persecuciones políticas ni económicas.

¿Qué nos enseña, más allá de las cifras y las proclamas, Fernando Belaunde? ¿Qué puede decirle a las generaciones más jóvenes?

Una visión amorosa, sincrética, del Perú. Enseñó que había que bucear en las realidades milenarias, que había en ellas lecciones perdurables que eran un límite a las ideologías, que el ancestral equilibrio hombre-tierra conducía a un mestizaje de la economía. Que el Perú era, en suma, una doctrina.

En ese descubrimiento, se dio cuenta que los países subdesarrollados tienen recursos ocultos, que podían y debían movilizarse, y que la acción conjunta de las comunidades y el Estado creaban la fuerza mágica de la cooperación popular. Algo que tambien se ha olvidado ahora, cuando incluso las necesarias provisiones alimentarias son regaladas como una donación del Príncipe, no como un derecho de los ciudadanos.

Nos enseñó también que hay un país más allá del país de los políticos. Que hay que salir a buscar al pueblo, por encima de los cenáculos, salones, o convictorios. Es lo que hizo en 1956. Salió a buscar al pueblo, y lo encontró. Y nos ha enseñado desde entonces, como todos los grandes conductores, que sólo se hace política con el pueblo. Así que estamos esta noche como entonces: sin millones, sin matones, sin camiones...

Es una lección incomparable y de enorme actualidad. Las generaciones más recientes, acaso empequeñecidas por el pragmatismo, pueden estar divorciadas de la política. Pero la política es un instrumento noble cuando se pone al servicio de los pueblos. Los grandes empresarios no la necesitan. Los militares tampoco. Pero quienes no tienen tanques ni millones, sólo tienen la política para defender sus derechos.

Belaunde simboliza la continuidad de una tradición democrática republicana. Nos han querido hacer creer que la República sólo es una sucesión de mandones. Hay, qué duda cabe, una maciza tradición autoritaria, que comenzó en los orígenes de la República con Monteagudo. Los peruanos, dijo el argentino, no pueden tener una república sino monarquía, porque adoran ser serviles. Pero junto a esa tradición se han alzado una y otra vez los peruanos para decir que no quieren ser serviles, que quieren ser republicanos. Se alzó temprano la voz de Sánchez Carrión. Se levantaron las huestes civiles de manera programática en 1871 y 1872 con Pardo. Volvieron a levantarse con la Coalición de Piérola. Se levantaron una y otra vez en el siglo XX para pedir derechos civiles, derechos laborales, para insistir tercamente en esa promesa democrática. Junto a las sombras, se vieron las luces. A veinte años que cumplamos doscientos años de república, tenemos que lograr que esta tradición democrática se imponga finalmente a la otra. Para siempre. Este es uno de los desafíos de la década que empieza. 

Por encima de la cabeza de todos los asistentes esta noche, oigo un coro misterioso de voces. Son las voces de Junín. Las que se oyeron un día, casi inermes, en San Juan y Miraflores. Las que volvieron a oirse una madrugada de niebla y de decencia, hace cien años, en Cocharcas.

Son las de los comuneros de Chincheros, que usted encontró en su primer peregrinaje. Las de los mártires de su propio partido, Presidente, a los que usted ha sobrevivido. La de los muertos de todos los partidos, la de los mártires del Apra y la izquierda, la de todos los héroes anónimos del pueblo que, desvanecidas ya las pasiones que los enfrentaron, duermen juntos en el suelo inmemorial de la patria, abrazados en el sueño inmortal del Señor.

Escucha esta noche, juventud de mi país, esas voces. Llegan para decirte que el Perú es una larga promesa, a veces trunca; un sueño intangible, a veces frustrante, pero que readquiere siempre, al cabo de la noche, la luminosidad del amanecer. 

Vienen aquí para decirnos que su lucha no ha sido en vano, y que a la larga, querido y admirado Presidente, la victoria será de los demócratas. 
Fuente: Caretas

jueves, 22 de junio de 2000

Cesar Lévano entrevista a Alfredo Barnechea – Año 2000

¿Cómo definirías la necesidad y la posibilidad de una transición hacia la democracia en el Perú?
-Creo que tenemos que terminar con ese régimen de excepción, y una de las maneras de hacerlo es la transición democrática que siempre procede, creo, del encuentro de tres fuerzas. Por un lado, una oposición que se va organizando; por otro, una comunidad internacional que presiona, y, en tercer lugar, poderes fácticos, concretamente el Ejército, que pactan esa transición.
-¿Crees posible que este último se avenga ahora a una negociación?
-Siempre es posible. El Ejército es una institución permanente en la vida de un país. 
-¿Qué crees que sería necesario para que ocurra?
-La existencia consistente de las otras partes.
-Manifestaciones populares...
-No sé si manifestaciones populares. Los estilos los tiene cada uno. Pero que se perciba que hay una fuerza consistente al otro lado. Luego, este resulta un régimen que ya no es aceptable para la comunidad democrática internacional. En 1992, cuando el golpe de Fujimori, casi todo el mundo se hizo de la vista gorda. Fuimos muy pocos ]os que nos enfrentamos a ese golpe, porque Fujimori como que ordenaba un país en caos. Incluso los organismos multilaterales se hicieron de la vista gorda frente a los excesos que se cometieron. Pero ahora no existe ninguna de esas justificaciones.
-¿Cómo ves la posición de la OEA frente al caso peruano?
-Me suscita una reflexión general. Para bien y para mal, la globalización es, como su mismo nombre lo indica, global, es decir, que no puede haber una globalización a medias. Al gobierno de Fujimori le gusta la globalización cuando al señor Camdessus del FMI interviene, pero no le gusta la globalización cuando le dicen que sus estándares democráticos no son aceptables para la comunidad internacional. Creo que la gran enseñanza es que los países tenemos que comportarnos de acuerdo a ciertas normas de conducta internacionales Pero, eso sí, en principio no soy partidario de sanciones contra mi país.
-Qué va a pasar con el neoliberalismo?
-Creo que va a pasar lo que ha ocurrido siempre, que es una corrección. El neoliberalismo es la elevación a nivel de icono, de unos principios de la economía relativamente razonables, es decir: los estados no pueden gastar más de lo que les ingresa, las estabilidades macroeconómicas son importantes, los mercados asignan los recursos mejor que la planificación burocrática. Todo eso ya lo sabemos, pero eso es una parte de la verdad. Existe una serie de otros elementos, que son básicamente instituciones. Cito en mi libro uno de David Landes, La riqueza y la pobreza de las naciones, y encuentro algo muy impresionante: China inventó antes que Occidente la pólvora, la imprenta e incluso la máquina de vapor, y sin embargo, no inventó la Edad Moderna, porque ésta es el imperio de la ley y las instituciones, las reglas de juego objetivas, los elementos no económicos del desarrollo, los elementos culturales y políticos del desarrollo, que son fundamentales. El neoliberalismo ha olvidado toda esta parte.
Considero que habrá una corrección y creo por eso que América Latina, y en general el mundo, está buscando una vía socialdemócrata, que trate de reconciliar los desafíos inevitables de la globalización con las necesidades también inevitables de la protección social.
-¿Qué crees que va a hacer la misión de la OEA que viene al Perú?
-Ellos tienen un mandato bastante amplio. César Gaviria y Lloyd Axworthy algo tienen que hacer para cumplir su misión. Encuentro difícil que sea una misión sin consecuencias.
-¿Qué comparación podrías establecer entre el comienzo del Siglo XX y el del XXI?
-El comienzo del XX fue mucho más optimista y menos roído por 1a crítica. Fue un comienzo donde todo parecía abierto a la especie humana. Es el mundo de la Belle Epoque en Europa. Europa tuvo un largo período de paz hasta la primera guerra y fue un mundo muy confiado en los poderes y los placeres de la especie. En este siglo hay, para empezar, una diferencia de velocidad. Todo se ha hecho vertiginoso y, fundamentalmente, sabemos que el bien ha acompañado al mal en el siglo que terminó y que las cosas son siempre contradictorias. Creo que éste es un comienzo de siglo, si no mucho más escéptico, mucho más consciente de las limitaciones del género humano.
-Tu libro muestra una orientación socialdemócrata. ¿Te inclinabas hacia alguna corriente de pensamiento en la universidad?
-Sí, ya que ayudé mucho en las campañas políticas de los grupos socialcristianos, era activista de José María Salcedo en La Católica. Nunca fui marxista, creo que siempre he sido un reformista. Hubo una serie de lecturas que me vacunaron contra el marxismo. Recuerdo entre las primeras de ellas, las de anarquistas, gente como Herbert Read, por ejemplo, y Sartre, que ya estaba un poco de vuelta de su enamoramiento con el comunismo, así que fueron unas lecturas muy estimulantes. Y luego Octavio Paz. Siempre hubo una relación entre el mundo de las ideas y el de la política, porque para mí la política siempre ha sido una cosa muy intelectual. Yo era reformista, que en esa época, era una mala palabra...

-Un anatema.
-Ser reformista era un anatema. Siempre intuí que era un reformista y siempre he admirado a los políticos reformistas. Creo que, hechas las cuentas, son gente que, cuando gobernó, gobernó mucho mejor y realmente sirvieron mucho más a los pobres que los llamados revolucionarios. Además, me ubiqué muy rápido en una zona socialdemócrata. Eso es lo que me lleva luego a una enorme admiración por Haya de la Torre .
-¿Cómo conoces a Haya?
-Lo conocí en 1969, una tarde de invierno en la que su sobrino Raúl me llevó a Villa Mercedes .
-¿De qué conversaron?
-He escrito un largo ensayo que no he publicado sobre Haya de la Torre, que forma parte de otro libro que estoy preparando. Recuerdo muy claro que hablé de Francisco Miranda porque había un sueco que estaba en el grupo que ese día visitaba a Haya, y éste le empezó a hablar de una Plaza que hay en Estocolmo con ese nombre. Eso me quedó grabado, porque he estudiado mucho a Miranda. 
-¿Cómo nace tu candidatura para alcalde de Lima?
-En 1983 se realizan unas primarias en el Apra y las gané con 61 %. Ese año, en las elecciones municipales, nosotros perdimos por una diferencia de 3 % con Alfonso Barrantes. Luego, dos años después, he sido congresista entre 1985 y 1990. En 1987 me enfrenté con Alan García, ya que desde un comienzo me pareció que su política económica era un disparate. Así lo hice saber en una serie de artículos e intervenciones. Me enfrenté con el régimen también porque consideré que era un disparate la toma de la banca y porque acentuaba una dirección equivocada que había tomado el Perú hacía bastante tiempo, y que había que enmendar, asignando más peso al mercado. Ahora estamos en una .situación inversa.

Ensayos contra el despotismo – Alfredo Barnechea – Año 2000

Periodista de prensa y Tv. Alfredo Barnechea presenta una selección de sus columnas que, entre otros temas, abordan los retos de una transición hacia la democracia.
"Cualquier hombre que tenga más razón que sus prójimos ya constituye una mayoría de uno".
Alfredo Barnechea acaba de publicar un libro a la vez persuasivo y polémico que reúne textos escritos entre 1980 y 1989, etapa sísmica que incluyó el derrumbe del Muro de Berlín y del bloque soviético, la entronización de la Internet y, en el Perú, las experiencias de democracia, terrorismo, caída del Apra e instauración del fujimorato. Barnechea redacta columnas, género que a veces levanta vuelo hasta llegar al ensayo, dado que encara la actualidad sin atarse a la coyuntura. La vida de Barnechea es tan variada como sus ensayos: estudió primaria y secundaria en el colegio privado "San Vicente" de Ica, su tierra natal. Allí descubrió la historia, en la biografía de Piérola por Jorge Dulanto Pinillos, y la poesía peruana, merced a una antología de Alberto Escobar, ilustre maestro sanmarquino recientemente fallecido. En 1968, con15 años de edad, ingresó en la Universidad Católica, donde, gracias a Luis Jaime Cisneros, descubrió a Borges. Allí inició Derecho, pero luego se pasó a Ciencias Sociales e Historia. Tras una cercanía con el régimen militar y un tránsito por el Apra, cursó Administración Pública en la Kennedy School of Government de Harvard. En la entrevista confirma sus dotes de observador que ve al Perú, a América Latina y al mundo en las tres dimensiones del tiempo.
El golpe de Estado permanente, la agonía de América Latina, la aldea global y escritos de cultura: estaciones de una larga reflexión reunida en un libro que desborda el presente.