martes, 5 de diciembre de 2000

Valentín Paniagua. Un testimonio – Por Alfredo Barnechea

Conocí a Valentín Paniagua un día especial. Era el 3 de octubre de 1968. A eso de las once de la mañana, Javier de Belaunde, entonces presidente de la Federación de Estudiantes de la Católica, y yo, tratábamos de dejar la Plaza Francia, ahogados por las bombas lacrimógenas, y alcanzar la avenida Wilson. Nos encontramos súbitamente con Valentín, que era parlamentario como el padre de Javier (a esas horas en realidad ex parlamentario). Era, como todo el mundo lo sabe, bajo, pero lo que recuerdo de ese encuentro es que me pareció un hombre viejo. Yo tenía dieciséis años entonces, y quizá eso explica esa impresión. No deja de ser gracioso, porque Valentín acababa de cumplir treinta y dos años. Recuerdo también con claridad su análisis del pronunciamiento militar: «Este es un golpe distinto. El lenguaje del manifiesto es diferente, más bien progresista». Me crucé con él algunas veces, más bien a la distancia, en los años setenta, y volví a encontrarme de nuevo con él por casualidad en 1979, en Arequipa. 

Estaba otra vez, qué casualidad, con el otro Javier de Belaunde, el padre, ambos ya en la campaña de Fernando Belaunde. Alan García y yo habíamos viajado a Puno con Hernán Siles Suazo y Jaime Paz Zamora, y los habíamos introducido clandestinamente por la frontera con Bolivia para enfrentarse al golpe de Natush. Regresamos por tierra de Juliaca hasta Arequipa, donde nos encontramos con don Javier y Valentín. Esa noche tuve mi primera conversación a fondo con Paniagua. «¿Por qué, me preguntó, eres tan crítico del primer gobierno de Fernando Belaunde?» Fue el comienzo de un diálogo hasta el amanecer, y varias de sus observaciones me ayudarían más tarde, cuando publiqué La república embrujada y reexaminé en un capítulo mi apreciación sobre Belaunde. 

Lo vi mucho, y llegamos a ser muy amigos en los años de oposición al fujimorato. En la entrevista que le hicieron Eduardo Dargent y Alberto Vergara, que acaba de publicarse póstumamente en la revista Politai, Paniagua cuenta que estaba en mi casa junto con Belaunde y otros amigos, el día en que el periodista Lúcar lo atacó en la televisión, innoblemente, cuando era Presidente. La última vez que lo vi fue el 2005. Yo estaba por irme a trabajar a Washington, y él estaba por ser candidato a la Presidencia, y tuvimos una larguísima conversación en su oficina. Cuento estos jalones solo para testimoniar que lo traté, y que era mi amigo. 
Quisiera, basado en esa experiencia, decir en unas pocas líneas algunas cosas que distinguían, creo, a Valentín Paniagua Corazao. 

La primera era que la política fue para él una experiencia casi natural: su infancia estuvo rodeada por ella. Estaba por ejemplo en La Paz, viviendo con su familia, el día que colgaron al presidente Villarroel en 1946. En esa entrevista con Dargent y Vergara dijo que «la visión que yo tuve de la política desde niño fue la de un espectáculo de la prepotencia». ¿Fue ese el origen de su vocación de hombre de derecho? 
En todo caso la segunda impresión con Paniagua era que, para él, la política se movía por recuerdos históricos, por la memoria. Ahora que escribo estas líneas, me doy cuenta de que nuestras conversaciones siempre terminaban, o comenzaban, por Piérola —y algunas veces por Pardo. 

Lo tercero que debemos resaltar de Paniagua es su intensa naturaleza «altoperuana». Ello provenía en primer lugar, por supuesto, de que su padre era boliviano, pero también es un testimonio del viejo tráfico de ideas que envolvió a su Cusco natal con el altiplano boliviano y con Buenos Aires. Me decía a menudo que a Cusco llegaban por tren los periódicos de Buenos Aires mucho antes que los de Lima —o estos ni siquiera llegaban. Lo que está vinculado con algo que hemos olvidado: la resistencia, profundidad, riqueza de las elites cusqueñas, tanto a izquierda y a derecha, a lo largo del tiempo. 

La cuarta nota que deseo destacar tiene que ver con lo que sería la «ideología» de Valentín. ¿Era «izquierdista», como han dicho, intonsamente, algunos empresarios? ¿Un «centroderechista», como han dicho algunos supérstites del marxismo? Quizá esa contradicción evidencie su acendrado talante centrista. No era un liberal económico, ciertamente, aunque sí uno político. ¿Cuáles eran, en el fondo, sus ideas más profundas? Me gustaría creer que dos. Por un lado era un «contractualista», en un sentido lato de la palabra, es decir alguien que sostenía la noción de que una sociedad es siempre el producto de un pacto constitucional y, por tanto, que la «forma» política, la democracia representativa, el Estado de derecho, es tan o más importante que el «fondo» de cualquier ideología. 

Por otro lado era un «desarrollista». Esta posición fue barrida del panorama intelectual de la política latinoamericana, prácticamente desde fines de los años setenta. Pero el «desarrollismo», algo que en parte venía de las ideas de Prebisch y en otra buena parte del New Deal de Roosevelt, fue la plataforma que produjo un salto decisivo de América Latina en las décadas del cincuenta y sesenta del siglo pasado. Detrás de cada desarrollista había alguien que creía en el poder de la razón aplicada al progreso social, y alguien que creía que, junto con el crecimiento, se necesitaba expandir los horizontes de equidad en las sociedades. Valentín pertenecía a esa estirpe, y eso explica su asociación con Fernando Belaunde. 

Paniagua llegó a la Presidencia por sorpresa el 2000. Ese año, creí que tendría pocos votos y que era fundamental que alguien como él estuviera sentado en la Plaza Bolívar, asi que voté por él para el Parlamento. No estaba muy equivocado porque fuimos unos pocos miles sus votantes. Pero precisamente porque no representaba una gran fuerza, era menos amenazante que otros. Y encarnaba además, en sí mismo, la idea del derecho, indispensable en esa circunstancia. Por eso, precisamente, fue una fortuna que Paniagua fuera el presidente de la transición. 

Varios de los mejores presidentes latinoamericanos lo fueron por accidente. Carlos Mesa en Bolivia es uno de los ejemplos. Otro es Fernando Henrique Cardoso en Brasil. Justamente, Cardoso tituló la versión en inglés de sus memorias como The Accidental President. ¿Por qué el Perú produjo, el 2000, una transición de ribetes casi suizos? Esto me lleva a una última idea, una que Alan García y yo discutimos una larga noche con Valentín, en una de mis clases universitarias a la que lo invité: los gobiernos de coalición en el Perú. 
De hecho, el país ha funcionado muy bien, en su historia republicana, cuando ha tenido regímenes de coalición. Eso fue el gobierno de Piérola en 1895, y eso fue, de alguna manera, el primer gobierno civil de Manuel Pardo, sobre quien Paniagua ha escrito un libro esclarecedor: una coalición de oficios, regiones, clases, que reemplazó a la soldadesca, que había gobernado el primer medio siglo de república. ¿Qué reservas llevan al Perú, cada cierto tiempo, a felices coaliciones? Es una pena no tener más a Valentín para hablar de política e historia —que es la política del ayer. 

Queda en nuestra memoria la rectitud de su conducta y su vocación de servicio público. Para quienes tuvimos la suerte de ser sus amigos, nos queda además la firmeza de su amistad. Le recité un día un verso de Jorge Guillén, que le gustó tanto que me pidió repetirlo para copiarlo: «Amigos, nada más. El resto es selva».
Fuente: Libro - Homenaje a Valentín Paniagua Corazao - PUCP