Un candidato de otro tiempo vuelve a casa.
El 11 de Diciembre de 1965, Alfredo Barnechea no fue al colegio. Su padre le dijo que se pusiera terno. «Vas a conocer al presidente Belaunde», agregó. Ese día era el único niño, el único niño con terno. Fernando Belaunde llegaba a Ica para inaugurar el Hospital Regional. Quizás por eso, por ser el único niño, el único niño con terno, se le acercó. Cincuenta y un años después, Alfredo Barnechea regresa a Ica con el legado de Belaunde sobre hombros, legado que él mismo se ha puesto encima, para impulsar una campaña electoral que, aunque a destiempo, empieza mover las corrientes del electorado.
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Son ahora las doce y media del miércoles 17 de febrero del 2016 y, fuera del local de Acción Popular, todo se mueve en la normalidad más estereotípica: no hay camionetas repletas de publicidad, no hay estrados en proceso de construcción, no hay anfitrionas repartiendo volantes. Este local ya lo conocía, en algún momento había ingresado para discusiones de política universitaria, pero lo recordaba distinto. Lo recordaba con pequeños agujeros en sus paredes de adobe, lo recordaba percudido por el polvo, con un techo de caña al que el viento perdonaba la existencia en cada paraca, pero sobre todo recordaba la cara de Fernando Belaunde difuminada por la lluvia, en expresión sombría, como si una eterna parálisis le hubiese deformado el rostro, casi una metáfora perfecta del estado de Acción Popular. Ahora brillaba, el rojo del que habían pintado el local no era un rojo comunista, no era un rojo tan cargado, tampoco un rojo meretricio; era un rojo que casi parecía esa tonalidad que toda llama de fuego lleva en su núcleo. Por dentro, sin embargo, el ambiente seguía siendo el mismo. Esta fue la primera vez que pensé que lo de “sin millones, pero sin ladrones” se traducía en una realidad que distaba mucho de los efectos que puede producir como marketing. Dentro, un grupo de cuatro o cinco jóvenes armaban banderas, acomodaban volantes, sacaban polos.
Poco después del mediodía, dos viejitos ingresaron. Uno de los viejitos resultó ser candidato al congreso. Traía un pantalón beige, un polo guinda de cuello y un bigote legítimamente aviliano. Ya está llegando, dijo sin destinatario aparente. Vamos. Y así fue como terminamos en un taxi camino a Guadalupe, destino al que nunca llegamos porque, a medio camino, nos llamaron diciendo que ya no, joven, que vayan de frente a la radio, que ahorita llegamos. Desde el cinismo, una sospecha emergió: en realidad, se van a almorzar.
De modo que llegamos a la puerta de la radio De Recuerdos. Esta radio, como sabe cualquier iqueño que se moviliza en colectivo al mediodía, tiene a Juan Díaz como gancho. Juan Díaz, en su programa El Francotirador, es una suerte de Sinchi criollo que se ha convertido en ídolo de amas de casa, mototaxistas y colectiveros. Si Barnechea era el patán alzado que algunos dicen que es, aquí lo iba ver, a todo color. Los minutos pasaban, éramos cuatro jóvenes fuera de la radio, un par de banderas y ni nos habían traído agua. «Este es el problema de no ir con Acuña», dijo uno, y reímos. Habrá pasado media hora hasta que dos camionetas doblaron la esquina, con dirección a la Radio. La pelada reluciente de Victor Andrés García Belaunde confirmaba la sospecha. Alfredo ingresó rápido y dos camionetas más, una de prensa y otra de campaña, llegaron también. La radio, en realidad, era un departamento dentro de un edificio de cinco pisos. En el cuarto piso, esperaba Juan Díaz. Hasta aquí no había tenido problema alguno, pero cuando un grupo, entre simpatizantes, periodistas y gente de campaña, se amontonó en la puerta de la cabina, no me quedó otra que sentarme a escuchar la entrevista en una sala contigua. Y ahí me hubiera quedado de no ser por un suceso que denominaré: El caso del hombre de la lampa. El hombre de la lampa era un tipo al que, según me informaron después, nadie conocía en el partido, pero que se las había arreglado para entrar a la radio, entrar a la cabina y, en un momento de figuretismo desbordado, lanzar un “ac-ción po-pu-lar” en medio de la entrevista, a lo que Alfredo, con voz más grave de lo normal, respondió: “Oye, no, no, esto es una entrevista, no empañemos la neutralidad de la radio”. Desde ese momento la política fue que sólo los periodistas entraran a la cabina. En estricto, no podía pasar por periodista, no tenía ni carnet, ni polo, sólo mi morral y mi celular. Sin embargo, nadie me dijo nada. Ingresé, saqué mi celular, empecé a grabar y traté, en lo posible, de no respirar.