lunes, 29 de febrero de 2016

Alfredo Barnechea en Ica, por Diego Alarcón Donayre

Un candidato de otro tiempo vuelve a casa.
El 11 de Diciembre de 1965, Alfredo Barnechea no fue al colegio. Su padre le dijo que se pusiera terno. «Vas a conocer al presidente Belaunde», agregó. Ese día era el único niño, el único niño con terno. Fernando Belaunde llegaba a Ica para inaugurar el Hospital Regional. Quizás por eso, por ser el único niño, el único niño con terno, se le acercó. Cincuenta y un años después, Alfredo Barnechea regresa a Ica con el legado de Belaunde sobre hombros, legado que él mismo se ha puesto encima, para impulsar una campaña electoral que, aunque a destiempo, empieza mover las corrientes del electorado.

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Son ahora las doce y media del miércoles 17 de febrero del 2016 y, fuera del local de Acción Popular, todo se mueve en la normalidad más estereotípica: no hay camionetas repletas de publicidad, no hay estrados en proceso de construcción, no hay anfitrionas repartiendo volantes. Este local ya lo conocía, en algún momento había ingresado para discusiones de política universitaria, pero lo recordaba distinto. Lo recordaba con pequeños agujeros en sus paredes de adobe, lo recordaba percudido por el polvo, con un techo de caña al que el viento perdonaba la existencia en cada paraca, pero sobre todo recordaba la cara de Fernando Belaunde difuminada por la lluvia, en expresión sombría, como si una eterna parálisis le hubiese deformado el rostro, casi una metáfora perfecta del estado de Acción Popular. Ahora brillaba, el rojo del que habían pintado el local no era un rojo comunista, no era un rojo tan cargado, tampoco un rojo meretricio; era un rojo que casi parecía esa tonalidad que toda llama de fuego lleva en su núcleo. Por dentro, sin embargo, el ambiente seguía siendo el mismo. Esta fue la primera vez que pensé que lo de “sin millones, pero sin ladrones” se traducía en una realidad que distaba mucho de los efectos que puede producir como marketing. Dentro, un grupo de cuatro o cinco jóvenes armaban banderas, acomodaban volantes, sacaban polos.
Poco después del mediodía, dos viejitos ingresaron. Uno de los viejitos resultó ser candidato al congreso. Traía un pantalón beige, un polo guinda de cuello y un bigote legítimamente aviliano. Ya está llegando, dijo sin destinatario aparente. Vamos. Y así fue como terminamos en un taxi camino a Guadalupe, destino al que nunca llegamos porque, a medio camino, nos llamaron diciendo que ya no, joven, que vayan de frente a la radio, que ahorita llegamos. Desde el cinismo, una sospecha emergió: en realidad, se van a almorzar.
De modo que llegamos a la puerta de la radio De Recuerdos. Esta radio, como sabe cualquier iqueño que se moviliza en colectivo al mediodía, tiene a Juan Díaz como gancho. Juan Díaz, en su programa El Francotirador, es una suerte de Sinchi criollo que se ha convertido en ídolo de amas de casa, mototaxistas y colectiveros. Si Barnechea era el patán alzado que algunos dicen que es, aquí lo iba ver, a todo color. Los minutos pasaban, éramos cuatro jóvenes fuera de la radio, un par de banderas y ni nos habían traído agua. «Este es el problema de no ir con Acuña», dijo uno, y reímos. Habrá pasado media hora hasta que dos camionetas doblaron la esquina, con dirección a la Radio. La pelada reluciente de Victor Andrés García Belaunde confirmaba la sospecha. Alfredo ingresó rápido y dos camionetas más, una de prensa y otra de campaña, llegaron también. La radio, en realidad, era un departamento dentro de un edificio de cinco pisos. En el cuarto piso, esperaba Juan Díaz. Hasta aquí no había tenido problema alguno, pero cuando un grupo, entre simpatizantes, periodistas y gente de campaña, se amontonó en la puerta de la cabina, no me quedó otra que sentarme a escuchar la entrevista en una sala contigua. Y ahí me hubiera quedado de no ser por un suceso que denominaré: El caso del hombre de la lampa. El hombre de la lampa era un tipo al que, según me informaron después, nadie conocía en el partido, pero que se las había arreglado para entrar a la radio, entrar a la cabina y, en un momento de figuretismo desbordado, lanzar un “ac-ción po-pu-lar” en medio de la entrevista, a lo que Alfredo, con voz más grave de lo normal, respondió: “Oye, no, no, esto es una entrevista, no empañemos la neutralidad de la radio”. Desde ese momento la política fue que sólo los periodistas entraran a la cabina. En estricto, no podía pasar por periodista, no tenía ni carnet, ni polo, sólo mi morral y mi celular. Sin embargo, nadie me dijo nada. Ingresé, saqué mi celular, empecé a grabar y traté, en lo posible, de no respirar.


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Alfredo había llegado con el mismo estilo de siempre, camisa azul holgada, pantalón beige, y Juan Díaz lo esperaba con una camiseta del Barcelona, envuelta por cierta humedad de transpiración evidente. Pero Alfredo no se hacía problemas, hablaba, ajustaba su discurso con algunas anécdotas infantiles, y se refería a Ica siendo lo más detallado posible, como si intentara dejar en claro que conoce su geografía, que no es un aprovechado que quiere usar su casual provincianismo para mejorar el perfil. Pude notar, sin embargo, que Alfredo sí estaba incómodo. Era el mismo tipo de incomodidad que ya le había visto otras veces. Algunos han querido presentar esto como una muestra de cierto clasismo asolapado. No sé si sea eso; sentí más bien que su incomodidad radicaba en lo informal y desorganizada que era la entrevista. Y todo empeoró cuando empezó a sonar un celular. El silencio cubrió la cabina y nadie parecía capaz de alzar la mirada para observar el rostro de Alfredo. Sí nos mirábamos entre nosotros. Sabía que no era yo, pero igual la intranquilidad flotaba alrededor, hasta que, en un gesto que no logré descifrar, Vitocho sacó su celular, riendo. El otro entrevistador era Eduardo Morón. Cuando recién habíamos llegado a la radio, él ya estaba ahí. Esperaba. Miraba de un lado a otro, y cuando nos vio llegar pensó que éramos la portátil. Por eso nos miró como diciendo: ¿Y los demás? Pero dijo: Hola, yo voy a entrevistar a Alfredo, soy su amigo. Alfredo, en la entrevista, dejó claro eso con un par de anécdotas colegiales. Como ya lo ha repetido, estudió en el Colegio San Vicente, lo que a muchos, sobre todo iqueños, les lleva a preguntar: ¿y por qué, entonces, dice que es un producto de la educación pública? La respuesta está en que, probablemente como estrategia de campaña y sabiendo que el San Vicente es el típico colegio católico de las novelas de Bryce, dice no recordar nada de los curas, sino de los profesores laicos que, en bicicletas, iban al San Vicente luego de dictar en el San Luis Gonzaga, el colegio estatal de Ica por excelencia.
A la salida de la cabina, el hombre de la lampa haría su segunda aparición. Se acercó sin mayor pudor, tomó la cintura de Alfredo y dijo: «Una fotito, por favor», a lo que Alfredo asintió. El mismo modus operandi quiso aplicar con Vitocho, pero con resultados no tan favorables. Aunque Vitocho también aceptó la foto, el hombre de la lampa alzó su brazo derecho, lampa en mano, hacia un lado, de modo que Vitocho casi no salía en la foto. «Oye, ¿te quieres tomar la foto con la lampa o conmigo?», increpó Víctor Andrés, y así el hombre de la lampa desaparecería por un buen rato. Nadie sabía muy bien cuál era la siguiente parada, probablemente ni Alfredo. Uno de los barnechéveres con el que había estado fuera de la radio, viendo que Víctor Andrés ya había prendido su camioneta, se acercó a la camioneta de Panamericana para preguntar si nos podía jalar. No sé si le respondieron, pero los de Panamericana ya estaban doblando la esquina cuando lo vi voltear.

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En algún momento de la década pasada, parafraseando a Alberto Vergara, el Perú se desacostumbró a la política. Se perdió la mística, el sentido de gran gesta, lo epopéyico de las campañas. A cambio, obtuvimos un ejército de tecnócratas que creen que los problemas del Perú sólo se pueden solucionar modificando reglamentos, quitando trámites, bajando tasas; sin grandes discursos, a veces, sin discursos en sí.  La candidatura de Barnechea, por el contrario, parece estar perdida en el tiempo. Su discurso, sus ademanes, la voz más bien ronca y pedagogizante, no corresponde con este tiempo de memes y troleo. Y sin embargo, parece haber un sector que quiere eso, que quiere candidatos a la antigua, intelectuales, que se cansó de los outsiders y los aventureros.  Ese sector, curiosamente, es joven. Del total de personas que esperan a Alfredo frente al Colegio Nuestra Señora de Las Mercedes, el ochenta por cien son jóvenes de entre veinte a treinta años. Son ellos los que cargan las pancartas, son ellos los que llevan las banderas. Los correligionarios miran, siguen.
Ya casi son las seis de la tarde y la marcha inicia a cuatro cuadras de la plaza de armas. Detrás de una gigantografía, Alfredo y Vitocho avanzan por el frontis del Colegio San Luis Gonzaga. Y aquí es cuando El hombre de la Lampa hará su tercera e última intervención. Desde atrás, puedo ver una mano que parece posarse en el hombro de Alfredo, pero no del todo, digamos, flotando sobre él.  La otra sostiene la lampa. Me adelanto y el Hombre de la Lampa, susurrando entre muelas, dice a alguien frente a él: “Tómala, tómala ya”. Alfredo, sin embargo, está mirando a otro lado. El Hombre de la Lampa sonríe de una forma que no sé si definir como forzada o propia de alguien con  problemas de hemorroides muy severos. Finalmente, se va, ha conseguido su foto. Ya cuando me esté regresando a mi casa lo veré, al Hombre de la Lampa, haciéndoles el habla a las anfitrionas del local de PPK.

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No sé si para hacer un mitin se necesita permiso de Defensa Civil, pero lo que sí tenía claro, cuando la marcha ya llegaba al local, es que si alguien estornudaba demasiado fuerte, el local iba a venirse abajo. De alguna forma, habían instalado una tarima para que Alfredo de un pequeño discurso dentro del local. Ese era el plan, pero no contaron con que la marcha se desbordaría, se tuviera que cerrar una calle y poner un par de parlantes. Y así fue. Sacaron unas bancas, un par de parlantes, y el discurso se dio afuera. La gente, desde luego, se emocionó con el gesto. Si en una campaña la organización es importante, la espontaneidad lo es más. De lo contrario, lo parametrado, lo repetitivo las consume desde adentro. Ejemplo: PPK.
Y el discurso fue igual de espontáneo. Aunque conservaba los ejes ya comunes (nuevos pactos sociales, la disputa de modelos), la problemática de Ica tomó sintonía propia. Quizás una de las virtudes de Barnechea sea tener un registro grave y cartográfico; sus referencias casi siempre son exactas, y su conocimiento de la geografía peruana tiene vocación de Atlas. Eso, a diferencia de candidatos como Guzmán, deja en sus oyentes la sensación de que están frente a alguien que ha caminado este país, que no sólo sabe cuáles son los problemas del SNIP, sino también dónde está cada cosa (y sobre todo dónde deberían estar). Las palmas son caóticas e incoherentes, unos gritan “Barnechéveres presentes” y otros la vieja arenga acciopopulista. Aún no es evidente, pero el desfase entre correligionarios y nuevos adeptos puede crear un problema de legitimidad. De la multitud de gente que arenga, estoy seguro que sólo un generoso diez por cien conoce quiénes son los congresistas por Ica de Acción Popular. Asumo que lo mismo está pasando con la candidatura de Guzmán. Son, con matices distintos, candidaturas bastante personalistas. Quizás el pro de Alfredo es que se presenta, no sólo como candidato, sino como heredero, como responsable de una tradición.
Cuando termina el discurso y la gente se está yendo, la calle sigue limpia. No porque los barnechéveres, como los seguidores de Guzmán, hayan limpiado la calle. En realidad, todos los afiches han sido guardados; y los volantes, distribuidos con especial austeridad. Alfredo se va trotando junto a Victor Andrés a un canal de televisión local que está a media cuadra. Sólo un grupo lo sigue. Ese grupo, cuando Alfredo ya ha ingresado, me pide que les tome una foto. Posan sin miedo, con las palmas arriba, sonríen. Les digo ya, ya está. Y se miran, y aplauden.
Fuente: Altavoz

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